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Formas de Vivir

Ruido de fondo mientras miras en la pantalla del móvil cualquier publicación. Captan tu atención, trituran tu voluntad, machacan tu imaginación. Pasan los minutos atronando en el fondo de tu cráneo, abriendo un agujero cada vez mayor por el que se escapa hacia el exterior tu personalidad, dejando el interior de la sesera desnuda al frío exterior. Ahora buscarás calor ante cualquier estímulo, aunque ya nada será suficiente.

Cuanto más estridente sea la parafernalia, más potente la sedación. Afuera, el monte aúlla agitando todas sus ramas contra el viento, tratando de frenarlo, apostando todas sus cartas en un esfuerzo inútil por arrebatarle toda la potencia y drenarlo hasta dejarlo seco. Esta preciosa batalla no genera expectación, nadie se detiene a contemplarla, desde el interior de las ventanas. Violentas sacudidas de las ramas, unas tras otras, en completo estruendo, agitándose frenéticas las unas contra las otras. Auténtico derroche de vigor y energía que a nadie llama la atención. Toda cosa que no provenga de una pantalla, aunque sea mucho menos vigorosa, no genera satisfacción contemplarla. La vida se anula si no llega a través de un dispositivo. Lo que ocurre afuera, en el exterior de nuestro marco, no despierta interés.

Las nubes, oscuras y tenebrosas, se arremolinan en las cumbres, ocultando el monte, asaltando la luna para dejarla seca de brillo. La devoran sin miramientos, nada ha podido hacer para evitarlo. La toman al instante, lanzándose a cuchillo contra toda su cara brillante. Por más fotones que radie y que envíe a velocidad apabullante, nada puede hacer para evitar que las nubes, en todo su orgullo desafiante, destrocen su figura y la hagan desaparecer.

El valle se suma en la oscuridad. No veo más allá de un par de metros a mi alrededor. Entre el viento, en un murmullo distante y entrecortado, llegan las distorsiones del Beast 909 de Lemane. Es imposible saber de dónde viene, tal vez, solo esté en mi cabeza, que ansiosa de algo más, reverbera el crujir de las primeras hojas frescas de la primavera con las notas del acid. Camino por instinto, poniendo un pie tras el otro, porque he hecho esto miles de veces antes, caminar por el monte en plena noche, a oscuras. No sirve de nada abrir los ojos de par en par. La oscuridad de mi alrededor arrebata la luz de mis ojos. Es un muro oscuro y denso contra el que me abalanzo a cada paso. Escucho, el crujir de la hierba y las ramas, de la tierra y la gravilla, de las ramas agitándose con el viento, los ladridos lejanos. Siento, el tacto del suelo bajo mis pies, los chapoteos contra el agua estancada en pequeños charcos, el cambio de la tierra húmeda a la seca, el cambio en la dirección del viento, el frío que me pega en la cara. Voy en busca de la nada. Del siguiente paso. Hacia donde menos luz hay, porque justo ahí, es donde es necesario abrir camino.

“El desafío consiste en superar las pruebas que os vamos poniendo” “Cambia esa cara” gritan desde la pantalla, buscando animar a alguien. Absurdas premisas. Desafíos inútiles. Gestas olvidadas la semana siguiente, cuando el espectáculo cambie de decorado y quien lo protagonice tenga otra cara. Nadie presta ya atención. Tu desafío no comporta ningún riesgo, nada que ganar. El incentivo es prestar atención, seguir vaciando tu sesera y que tu imaginación sea fruto de la ambición de otro.

Mientras tanto, el monte sigue plantando cara al viento. La nieve que cayó ayer es lanzada con furia ladera abajo, desplegando trazos blancos por donde pasa y queda atrapada. El monte la recibe y la resguarda, buscando vestirse de tonos frescos ante la última oportunidad de estirar la temporada de frío. Perdemos una hora esta noche, para recuperar el equilibrio. Es el momento de salir al monte, de increpar al viento, de desafiar a la oscuridad. Es la noche en que el espacio-tiempo se distorsiona y nada recuerda a lo que fue. Otra etapa ha pasado, delante de nuestras narices. Nadie le presta atención ya.

Ojalá tuviera noticias de quien quiero. Pero esta noche no. Estoy solo. Aún queda varios kilómetros para llegar al refugio. Con un poco de suerte, me espera una lumbre encendida. El viento arrecia. Viene a estrellarse contra mi pecho con la intención de tumbarme, de arrancarme el calor que guardo en mi interior y arrebatármelo para siempre. Me cierro el abrigo hasta la boca, subo las bragas cubriéndome nariz y orejas y me pongo la capucha. Comienza a nevar, suave y, a la vez, dejando claro que no tiene ninguna intención de amainar. La rampa se hace cada vez más dura, no sé a qué altitud estoy. Espero que este sea el camino. Las nubes me envuelven, oscuras, traicioneras. Borrando todo rastro, mio y del entorno. La montaña pasa a ser un misterio, todo son dudas. El oído comienza a reconocer el ruido del crujir de la nieve. Sin embargo, es tan oscuro todo alrededor, que ni el vivo brillo de la nieve recién caída llega hasta mis ojos. El frío arrecia, las manos duelen. Aprieto el paso y me aprieto en mi cuerpo. Aprieto los pies contra la tierra, aprieto el aire en mis pulmones. Crujen unos tambores distorsionados en lo profundo, perdidos entre el valle. Resuenan al fondo de mi mollera, rebotando contra el cráneo. Me cuesta distinguir realidad de delirio. La rampa no se acaba. Tengo que llegar al refugio. Las luces de los pueblos cercanos hace tiempo ya que se quedaron atrás. No hay más salida que seguir. Esta siempre fue la idea. Aunque no queramos aceptarlo, siempre lo fue. No hay más que seguir, por mucho que pegue el viento o el frío agujeree la piel y los huesos se estremezcan hasta parecer partirse. Ya queda menos. Me repito, por repetir algo.

La luna consigue dejarse ver entre las nubes. Haces de luz plateada y brillante las atraviesan como puñales frenéticos, cosiendo a puñaladas a un rival invencible. Se abren paso entre las montañas gaseosas, iluminando, entonces, la pala por la que asciendo. Arriba, a la izquierda del collado, protegido de los vientos del oeste, esculpido en piedra y madera, espera el refugio. Por entre las contraventanas se atisba un brillo naranja y de la chimenea escapa un humo arremolinado. Llenas de ira, las nubes se concentran frente a la luna y descargan un golpe potente contra ella. Desaparece al instante. Vuelta a la oscuridad. Aunque ya ha cambiado todo. Se hacia dónde voy. Todo para arriba, por mucho que sople el viento y trate de arrastrarme ladera abajo. La nieve me golpea en la cara, helando cada trozo de piel que toca. Ya casi estoy. El desnivel pesa más con cada paso, inclinándose la ladera palmo a palmo, hasta ponerse frente a la cara. No se detiene ahí, sigue inclinándose y gira y vuelca hacia arriba, quedando justo encima de la cabeza. Ya nada tiene sentido. No sé dónde estoy. No se escuchan las ramas retorcerse con el viento. El monte parece haber cedido en su empeño de oponerse y ahora se deja vencer y doblar, tan sólo esperando a que se agote. La misma actitud que la ladera conmigo. Solo tiene que esperar a que me venza y me doble. Nada de eso. El refugio está al final de las yemas de los dedos, el viento, brutal en sus golpes aquí, arriba en el collado, apenas inmuta a las piedras. Ya huelo el humo, madera quemada. Inhalo fuerte, queriendo dejar el olor dentro de mis pulmones. Arranco un tenue pedazo de calor al gélido aire. Todo lo que necesito. Sé que estás ahí. Sé que eres tú.