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Sentar la cabeza

Ya está bien la broma. Ya vale de dar tumbos y pensar en mil historias diferentes, cada cual más disparatada que la anterior. Eso no puede seguir así, no es forma de vivir. Esto está claro. Lo inquietante del asunto es que solo se vislumbra y acepta una forma, un camino válido para salir de ese estado transitorio en el que aún todo el peso de la vida no ha caído sobre los hombros como para ir hundiendo en el fango del sistema a quien se resiste a dejar de imaginar futuros posibles lejos de la monotonía o del tedio de la inercia de trabajar para comer y tener un techo.

Aceptamos que no se puede pasar toda la vida a base de pajas mentales. Entendemos que el paso por la década de los veinte debería servir para poder experimentar a cierto nivel aquellas ideas, anhelos y formas que se nos hayan ocurrido durante los veinte primeros años sobre cómo llevar nuestra vida, en el plano de los proyectos, el lugar donde vivir, en qué trabajar, con quién estar, cómo llevar nuestras relaciones y las formas de conocernos y cuidarnos. Durante esta década, si ese fuese acaso el sentido de la sociedad y de la educación, sería el momento de nuestras vidas en el cual poder asentar ciertas prácticas e ideas gracias a la experiencia, a ir ganando independencia tanto intelectual como social y económica para poder dar el siguiente paso. De este modo, llegaríamos a encarar el final de esta década y el comienzo de la siguiente, la de los treinta, con las ideas mucho más claras sobre por dónde continuar y no aceptaríamos cualquiera de las miserables opciones que se nos presentan para no morirnos de hambre. Porque llegado a este punto tendríamos claro que no todo lo podemos, que nuestra energía y nuestro tempo es limitado, que no podemos estar en todas partes, meternos en todos los follones ni en todos los antros, que no nos da la vida para estar con todo el mundo ni la economía nos va a permitir afrontar cualquier proyecto, por más que nos apetezca. Por dicho motivo, al ser plenamente conscientes de nuestras capacidades, limitaciones, apetencias y gustos; nos tomaríamos el tiempo de elegir con reflexión nuestro próximo paso, nuestra siguiente meta o nuestro siguiente movimiento para no dejar de hacer aquello que amamos, sin que esto implique pegarnos un tiro en un pie.

Sentar la cabeza tiene más que ver con ser consciente de tus propias limitaciones, capacidades y apetencias para poder conducirte por la vida tomando decisiones que te acerquen a vivir en coherencia, armonía y respeto por mismo; aceptando las consecuencias de aquellas decisiones y manteniéndose siempre observador y crítico para ir corrigiendo el rumbo o reafirmándolo. Sin embargo, esta no es, claramente, la interpretación social que se le da a la expresión.

Sentar la cabeza tiene que ver con claudicar, con arrodillarse, con aceptar el descomunal peso de la vida del sumiso y pasivo ciudadano, con dejarse arrebatar todas las ganas de vivir, los propios gustos, con querer verse reflejado, aceptado e integrado en una sociedad sin corazón ni cerebro. Tiene que ver con aceptar un trabajo, con echar, con suerte, 8 horas diarias de lunes a viernes y abalanzarte sobre el fin de semana con la misma desesperación con la que el náufrago se lanza a besar la arena de la playa. Con ir doblegando tu mente, mes a mes, para que pierdas el miedo a gastar tu dinero, ese que tanto te cuesta ganar, en miles de trastos que no necesitas ni te aportan nada, para que tus bolsillos se vacíen rápido y no puedas desengancharte del trabajo. Se trata de que tengas miedo de no tener trabajo. Se trata de que llegues con tan pocas fuerzas al final del día que te cueste pensar en otros horizontes, en otras formas de estar con la gente, en cuidarte y cuidar a quienes te importan. Se trata de que no estés en ninguna parte pero vivas con la ansiedad de tener que estar en todas ellas durante el poco tiempo libre que se te deja para respirar a la semana. ¡Se trata de que gastes, maldita sea, de que nos devuelvas los cuatro duros que te damos a cambio de tu trabajo! Y de que aceptes que el gastar te hará feliz, cojones. Se trata de que aceptes que es mejor endeudarse los próximos treinta o cuarenta años por una mierda de casa o de piso, antes que ir con calma y organizarte en contra de las subidas de los alquileres que hacen que parezca que lo único sensato sea hipotecarse la vida. Se trata de que aceptes ahogar tu vacío vital con otra persona y que creas que eso es amor y de que el poco calor que sientes en su compañía te haga pensar que esa es tu balsa de salvación para aguantar en este mundo hasta el día en que te mueras. Se trata de que no pienses en la muerte, ya están los hospitales para cuidarte, mejor si son de pago, y así nos devuelves otra parte del dinero que te damos por tu trabajo en curarte de las consecuencias del trabajo. Se trata de que aceptes que lo único que vas a poder construir en esta vida y donde vas a poder tener tu criterio y desquitarte de tus frustraciones es tu familia. Se trata de que nunca estés contento con lo que tienes y de que, por tanto, te esfuerces más en tu trabajo y en tragar mierda para, si acaso, conseguir financiar un coche nuevo. Se trata de que aceptes de que de esto va la vida y el mundo real y no te atrevas a intentar otras cosas para que los que te precedieron no vean que tiraron sus vidas.

—Se trata de que sientes la cabeza y te dejes de utopías.

—Yo no voy a vivir así.

—¿Acaso te crees mejor que todos nosotros?¿Te crees que el único que no se equivoca eres tú?

—No lo sé. Sí tengo claro que esto que me ofreces no lo quiero. Voy a tirar por otro camino, ya veré qué me encuentro. Ahí te quedas.