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Europatours

La gran masa desplazada. De un lugar a otro del continente. Reduciendo costes. Mejorando tiempos. Plazos de entrega. Vamos para todas partes a donde nos manden. Seres sumisos. Esclavos de nuestra falta de ideas. Ahora toca Francia, luego será Alemania o Bélgica. Quizás, con un poco de suerte, vayas a algún sitio que tenga algo de interés, una región que coincida que tenga algo que te llame la atención y logre entretenerte durante el tiempo que estés allí. Describimos trayectorias aleatorias cada cierto tiempo. Donde haga falta que estemos, allí vamos. Semejante desplazamiento continuo me lleva a pensar si, tal vez, se inició con el programa erasmus. Si ya todo estaba meticulosamente ideado. Preparar a la gran masa movilizada, que sintiera que adonde fuera en Europa estaría bien. Que no la sintiéramos ajena. Las hojas caen al suelo, amarillas, marrones, apagadas ya del esplendor del verano. Inundan las aceras y se amontonan en las curvas del enredado pasadizo de asfalto que me lleva a la fábrica. Aquí estamos, montando una línea de producción nueva. Para hacer cualquier caldo de lo que sea, algo de pringue y aromas. Alta tecnología. Las máquinas vibran y se agitan y chillan. Se calientan y escupen a cada tanto. El olor se mete por las narices. Baja hasta la garganta y quiere quedarse ahí. Introducirse hasta apelotonarse para recordarte dónde estás. La fábrica en la que pasas un sábado más. Ajena a ti. Lejana de todo lo que quieres y pretendes hacer. Una fábrica que cuando lleve un par de años funcionando, produciendo lo que sea que envasen y manden a donde sea, no se acordará de quiénes la hicieron posible. De la tropa desplazada desde diferentes lugares de Europa, sin ninguna relación entre sí, más que la necesidad de ganarse un sustento y el miedo a no ser capaces de conseguirlo de otro modo. La tropa falta de ideas y de coraje para hacer cualquier otra cosa. O quizás solo sea yo.

Venimos de cualquier rincón de este continente a montaros vuestras fábricas. A dejaros la máquina a punto para que ya solo tengáis que apretar el botón y mezclar los agentes corrosivos e inflamables de los bidones que terminarán siendo las natillas para niñas pequeñas que madres agobiadas por la ignorancia y la ausencia total de tiempo libre les darán, con la ingenua esperanza de creer que aquello es alimento, que aquello les hace bien y que estarán sanas y fuertes. Bueno, a eso vinimos aquí. A hacer posible otra mentira más. La gran masa desplazada contribuye con su tiempo, su energía, su desapego por todo, la distancia a lo que quiere; a perpetuar una espiral deshumanizadora. Máquinas fabricando alimentos para humanos. Lo puedes ver en cualquier película distópica. Yo lo vivo cada día. Es con lo que me gano el sustento, nada de distópico. Todo muy real. Muy palpable y visible.

Quizás todo esté ligado hasta un punto que no tenemos capacidad de ver. Cuando el ser humano domesticó a los primeros animales salvajes descubrió que si a un ser que tiene unas necesidades le quitas las habilidades para que cubra sus necesidades por si mismo a cambio de alimento y cobijo, ese ser se hace dependiente y sumiso. Esto condujo a saber que ya que el propio ser humano es un ser con necesidades, si consigues domesticar a humanos, los tendrás por siempre a tu servicio y agradecidos. La naturaleza es cruel, o irónica. Al aprender a domesticar animales, averiguamos cómo someter a nuestros iguales. De igual modo, al trabajar para montar una fábrica, una máquina inmensa que produce a una escala no humana mercancías en serie, esa masa desplazada que trabaja en ella deja tras de si un reguero de frialdad. Ese desapego se transmite a lo que se fabrica. El alimento que sale empaquetado desde aquí, desde cualquier fábrica que pelea en los ritmos de la economía de escala, no produce nada humano. Es imposible que salga de ella nada que evoque calor, cariño, dedicación y humanidad. Solo son mercancías con prisa por ponerse en movimiento y llegar a alguna otra parte.

Otros tantos van de campamento en campamento recogiendo frutas, verduras. De una parte a otra de Europa. Una masa nómada sin apego que dedica horas a recoger alimentos que acabarán en cualquier otra parte, muchos kilómetros más allá, donde todo se recibe sin saber de dónde ha podido salir. Gente sin arraigo recolectando alimentos sin raíces. El gran flujo europeo no cesa. Trabajadores del sur y del este hacia el centro y el norte. Mercancías de una parte a otra. Todo para alimentar el corazón de Europa, el motor que todo lo impulsa. Que no cese la sangre en su correr, los nutrientes en llegar y los glóbulos en transportar. Quién dijo progreso que me lo cargo. El cerco se estrecha según pasan los años. La Europa pudiente cada vez subyuga más a la Europa que pretende no bajarse del carro. Sin embargo, ese carro va más rápido de lo que tú puedes dar y seguir en él implica pasar a ser parte de la gran masa desplazada. Aquella que no deja de ir de una región a otra. Cuando Alemania tose, Europa se resfría. Bueno, no se preocupen, aquí estaremos la masa desplazada que no conocemos virus ni bacteria ni frío ni calor ni viento ni lluvia ni nieve ni sol abrasador. Nada nos frena, somos la gran masa operante. Fuerza arrolladora contenida en incontables horas de trabajo.

Conocemos rincones del continente que no aparecen en los mapas, por los que nadie se interesa. Lugares que no aparecen en ninguna lista, que nadie recomendó detenerse en ellos. Las fábricas y las siembras están donde no llaman la atención. Polígonos industriales, asfalto y farolas, vallas metálicas, cámaras de vigilancia y aparcamientos con placas solares en el techo. Todo muy sostenible. Vapor y electricidad, echando carreras, a ver quién llega antes para fabricar más y mejor. Bueno, barato y rápido. Esos somos nosotros. Por eso se nos conoce, esa es nuestra condena. Algunos, en un alarde liberal, nos llaman aventureros. Yo, más bien, prefiero llamarnos los muertos de hambre. Los esmallaos que vamos a todas partes con tal de llenar la cuenta. Dónde quedaron los años de nuestros abuelos, que se iban un tiempo a Europa y cuando volvían tenían una casa pagada. Quizás sigamos, sin darnos cuenta, alimentando ese relato. Sin embargo, aquello hace tiempo que no son más que cuentos de la memoria. Ya solo salimos por mantener un sueldo. Por seguir en pie, por mantenernos en la pelea un asalto más.

La gran masa movilizada de Europa podría ser su propia perdición. Pero estamos desperdigadas, no nos conocemos. No sabemos quienes somos. Sin embargo todo continúa fluyendo por el fruto de nuestros esfuerzos. A cambio, un puñado de billetes y unos días de descanso en casa.

¿Quién eres cuando vuelves? ¿La misma persona que se fue? ¿Con quién compartes tu proceso? Tus comidas de olla, tus reflexiones, las inquietudes y las peleas internas. Aquello que, en su conjunto, te hace seguir evolucionando como persona. Si ese proceso es siempre fuera, perdido en cualquier rincón alejado de todo en alguna parte de la Europa que construye fábricas o que paga a buen precio que le recojan los alimentos, ¿quién te reconoce cuando vuelves? ¿Quién es capaz de ver ese proceso?

Un nuevo paisaje. Otras carreteras con diferentes carteles que anuncian pueblos de los que nunca oíste hablar. ¿Aquí vive gente? ¿Qué clase de vida llevarán? Bueno, no te inquietes, no llegarás a conocerlos. Tú solo eres quien ha venido a trabajar, pues trabaja joder. Idiomas diferentes, variantes locales, cuánto cuesta enterarse de algo. No, no viven como tú tienes costumbre. Aquí nadie escucha punk, ni hardtek. No busques un concierto o una radio libre. ¿Rave? No me suena. ¿Qué conversaciones te quedan cuando apenas si es posible conectar inquietudes? No hablo de que sean las mismas, si no de que se puedan conectar o, aún más, de que las haya. Llegar a un pueblo nuevo, te instalas, el proceso de siempre. Te reúnes con quien te da las llaves, que si la calefacción se regula aquí, que si no la pongáis a más de 20 grados, que si alguna pregunta. No, todo claro. Es siempre lo mismo, ya ni escucho, si hay alguna pregunta, ya me buscaré la vida. Todo me es indiferente, me resulta ajeno.

Quién dijo aburrimiento, siempre hay internet. Ahí lo tienes todo. Siempre el refugio en las máquinas. Maravillosa creación. ¿Qué hacía la gente antes de ella? Seres primitivos relacionándose entre ellos, en la espiral de la gran mascarada, a la espera de que alguien les trajese la tecnología que les evitase relacionarse y poder sumergirse en sus historias virtuales. Cada día, todo un poco más absurdo supongo. Entrar al bar del pueblo, empezar a hablar con una chica, una de las del bar que se ha venido a sentar a la mesa porque el turno está tranquilo y tú eres el nuevo allí. El elemento exótico digamos. Si es que yo tengo algo de eso acaso. Sin embargo, al poco de hablar, resulta que sus aficiones son emborracharse en el bar de gratis, ir a algún sitio a beber en el pueblo, follar de vez en cuando, levantarse tarde y hacer las cuatro cosas básicas para ir funcionando. ¿Y cuando has tenido un día largo y llegas a casa, qué te preparas para comer, quiero decir, qué comida te devuelve el ánimo, qué es eso en lo que piensas cocinar y que el solo hecho de pensarte cocinando y luego sentarte a la mesa y tomarte ese tiempo para ti, después de haber estado trabajando y vendiendo tu tiempo a otro, te saca una sonrisa y te devuelve algo de energía? ¿Cómo dices? Ah, pues, pescado, normalmente. Pescado al horno. Vaya, cualquier pescado entiendo, de cualquier manera al horno. O, simplemente, tirao encima de la bandeja, con las resistencias a toda pastilla, hasta que te acuerdes de que habías puesto algo en el horno.